martes, 6 de abril de 2010

El cadáver convaleciente de un muerto

Una visita al CC Camino Real, el antiguo espacio preferido por jóvenes y niños en los 80’s, nos muestra su penosa realidad. Las grandes atracciones y el éxito comercial quedaron atrás para ser reemplazados por el abandono.

En diciembre de 1980 se dio vida a este Centro Comercial gracias a la venta de una “hiper manzana” que pertenecía al feudo de la familia aristocrática Ayulo Pardo. Tras un ascenso meteórico en los años 80’s y un auge económico importante, Camino Real hoy tiene el aspecto de un pueblo fantasma. Los incautos que aún laburan ahí nos cuentan el día a día y quienes lo recuerdan nos explican el por qué de su caída.

“Cuando era adolescente iba seguido al CC Camino Real. Era el punto de reunión de muchas generaciones. A Camino Real asistían niños, escolares, adolescentes y jóvenes universitarios. Solía ir con mis amigos del colegio y del barrio al skatepark que estaba en el último piso, al cine o simplemente nos encontrábamos ahí para después irnos a alguna fiesta. El lugar era muy céntrico, en pleno corazón de San Isidro. También acostumbraba comprar ropa en las tiendas. Vendían buenas camisas y blue jeans. Es una pena que se encuentre en esa situación. Los malos manejos económicos y la llegada de la competencia (Jockey y Caminos del Inca) lo dejaron atrás” me dijo mi tío días atrás.

Llegué a la cuadra cuatro de la avenida Camino Real. Me detuve un instante a contemplar el inmenso edificio frente al que me encontraba. Nadie se imaginaba, allá por los años noventa, que este elefante blanco gigante se encontraría en el más profundo de los abandonos. Ingresé por las escaleras y los recuerdos afloraron de inmediato. Las barandas de los niveles superiores resultaban particularmente conocidas. El color azul de las losetas que cubrían las diversas paredes del recinto se mantenían.

Inicié mi recorrido por el local y conforme avanzaba, me encontraba cada vez con cosas más inesperadas. Los guardianes del edificio fingían la función de guías. Pregunté a uno de ellos por el movimiento diario llevado a cabo en dicho establecimiento. Uno de ellos me comentó: “Actualmente, hay tres torres donde se ubican oficinas de un centro empresarial. Durante el día hay poco movimiento, depende de las horas. En las mañanas, pasa gente con mucha prisa. Saludan y siguen su camino. En la tarde llegan personas que trabajan en boutiques y tiendas del centro comercial. La gran mayoría de los empleados toma su refrigerio a la 1pm. Algunos almuerzan por acá por los restaurantes aledaños de la zona, otros se retiran a sus casas, etc. Son dos horas donde la gente transita. A las 3pm todo vuelve al silencio absoluto por un par de horas más. Alrededor de las 6pm ya se empiezan a retirar los trabajadores de las oficinas. La gente que trabaja en las boutiques y tiendas si demora un par de horas más en cerrar su local”.

Tras preguntar por algunas de las ubicaciones de las antiguas atracciones del lugar, continué mi recorrido. Pude apreciar que los ascensores aún funcionaban; se encontraban en perfecto estado. Por medio de ellos, se puede acceder a cuatro niveles: A, B, C y D.

Seguí caminando y escuchaba claramente el sonido realizado por mis zapatillas al andar. El silencio era absoluto y perfectamente perceptible. Conforme fui avanzando encontré antiguas tiendas que años atrás debieron estar repletas de gente en busca de sus productos. Ahora solamente se podía apreciar en ellas papeles desparramados en su interior, maniquís antiguos e incompletos (sin brazos o cabeza) y algunos inverosímiles avisos que ofrecían el alquiler del local.

Sin embargo, no encontré solamente desolación y desamparo en este difunto edificio. Pude apreciar algunas tiendas que aún funcionan, aunque en su interior había poquísimas personas, probablemente los mismos trabajadores de las mismas. Ingresé a una boutique y me atendió una señora muy amable. Tras salir de su asombro (no es común que un jóven de 21 años ingrese a una boutique de ropa para mujeres), me dijo que era la dueña del local y me comentó: “Tengo esta boutique desde el año 1993. La compré debido al éxito que tenía este centro comercial por aquella época. Los primeros años fueron muy auspiciosos. Vendía bastante mercadería y había mucho movimiento en todo el centro comercial. Con el pasar de los años, empezaron a abrir más centros comerciales, con otras boutiques, con nuevas y mejores atracciones y la gente se fue repartiendo. La competencia también era fuerte debido a la existencia de otras boutiques dentro del mismo Camino Real. Esta boutique con mucho esfuerzo se consiguió una clientela fiel que se mantiene hasta el día de hoy. Ellas representan mucho para mí, ya que son quienes permiten que esta boutique aún siga vigente. Incluso, me ayudan recomendándome a sus amistades para así conseguir más clientela. Por eso, siempre es una sorpresa y a la vez una alegría ver una cara desconocida”.

Tras despedirme y agradecerle a la señora, mi recorrido continuó por donde se encontraba antes el carrusel. Aquel antiguo juego mecánico, donde alguna vez di muchas vueltas montado en un caballo en mi niñez. Ahora no había carrusel, no había absolutamente nada. Me llevé una gran sorpresa al ver que aún se encontraba el eje giratorio sobre el cual el aparato daba vueltas. Di media vuelta para continuar con mi visita y me encontré con una heladería al frente. Los helados “El Tigre” eran el dulce favorito de muchos de los concurrentes a este sitio.

Un par de pasos más allá, escuché un sonido de una caída de agua. Me acerqué y encontré un pequeño caño del cual caía un insignificante chorro de agua. Una vez más no lo podía creer. Estaba frente a la antigua pileta, aquella que en el pasado era capaz de elevar sus aguas hasta lo más alto del edificio, casi hasta llegar al cielo.

Ya había observado gran cantidad de cosas que me servían para escribir esta crónica, pero aún faltaba una muy importante. Mi recorrido estaba incompleto si es que no visitaba aquel último espacio que deseaba volver a ver. Intuía que se encontraba en uno de los niveles superiores, así que empecé a subir a pie por las ya apagadas escaleras eléctricas (de día funcionan, me dijo un guardián).

Seguí avanzando sin saber muy bien a dónde me dirigía, hasta que doble en un esquina y finalmente lo encontré. El cine; aquel donde se podían ver las mejores películas de los noventa como Space Jam, Terminator, 101 dálmatas, Mi pobre angelito, etc. Un largo vidrio resguardaba la privacidad de esas dos antiguas salas donde el público peruano tuvo la oportunidad de gozar de algunas de las mejores producciones del séptimo arte.

Había llegado la hora de partir. En mi camino hacia la salida no tuve a quien alzarle la mano o decirle un “hasta luego” en todo el trayecto. Paré un taxi y tras llegar a un acuerdo, subí al auto y el señor me preguntó: “joven, disculpe la curiosidad… ¿qué hacía en Camino Real?”.

JORGE CUBA

1 comentario:

  1. Increíble tema. El comienzo está chévere pero luego se pierde bastante la narrativa. Se vuelve super redundante e innecesariamente explicativo: "Tras despedirme y agradecerle a la señora, mi recorrido continuó" (en serio no es nada importante mencionar que eres super amable).

    Hacia el final la redacción se pone más feeling y da todo la sensación de nostalgia que pienso que debió tener el resto de la crónica. De hecho sí capturaste qué tan vacío y lúgubre está Camino Real, así que pajita por eso. Por último, la frase final del taxista: buenísima. Coolio Iglesias.

    -Rafael Gutiérrez S.

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