martes, 13 de abril de 2010

Aquellas mujeres de espalda ancha


Que levante la mano el que no dijo o escuchó, al menos una vez en su vida, la popular expresión “¡Quién entiende a las mujeres!”. Y es que las hay de todas las formas, tamaños y hasta colores: altas, bajas, gordas, flacas, unas guapas, otras no tanto, y, por supuesto, también las hay “con sorpresa”.

En una calle de Miraflores, en la primera planta de un edificio habitado por unas cuantas familias, se encuentra Downtown, una de las discotecas “de ambiente” más populares de nuestra ciudad capital. Con tan sólo veinte soles, en dos por uno por si fuera poco, se gana derecho a un trago y a la revisión (casi manoseo) de la seguridad del local.

El lugar está repleto, así que la búsqueda por mi grupo de amigos inicia no muy animadamente. Cuando me abría paso entre vueltas, palmadas y sacudidas de cadera, descubrí que no debía buscar más. Tenía nuevos amigos, que como decía Jack Kerouac: “bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca
por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes....”

Tras unas cuantas horas de meneos y bebidas, la noche se acercaba a su fin, o al menos para mí, así que decidí subir a buscar la casaca que había guardado en un locker del segundo piso por sugerencia de uno de mis nuevos amigos. Fue entonces que las vi, y todo deseo de regresar a casa se esfumó. Las drag queens de Downtown conversaban alegremente con todos los curiosos que, al igual que yo, buscaban ver de cerca aquellas pestañas alargadas y pelucas multicolor.

Aquellas mujeres de espalda ancha, como decidí llamarlas, habían renunciado a las camisas y corbatas con la misma repulsión con la que huyo del maquillaje y los tacones, la diferencia es que yo lo hago por comodidad, ellas por trabajo, gusto o simplemente porque ven la ropa masculina como un perjuicio sangriento.

Me acerqué con mayor confianza luego de recibir una sonrisa cariñosa y una palmadita en el hombro.
-Ven linda, ¿cómo estás?

Su nombre era Celeda y tenía los tacos más altos que he visto en mi vida. Unas botas largas y negras, de cuero, lo cual me llevó a hacer una comparación perturbadora con esas chicas lindas que se hacían llamar dalinas allá por los noventa.

Sin embargo, las botas no eran lo más llamativo en ella. El atuendo, que dejaba muy poco a la imaginación, constaba de un corsé de cuero y un cinturón brillante que se ceñían a una cintura imposible, y un short tan pequeño que hasta me parece haberlo imaginado. El escote superior conducía a donde normalmente se ubicarían los pechos, que en esta ocasión eran reemplazados por una planicie torpemente disimulada. Sus ojos eran unos signos de interrogación de color miel (según Celeda), que bien podrían tornarse azules, verdes, grises o negros, según la ocasión. El maquillaje le cubría casi toda la parte superior del rostro, y su lápiz de labios era de aquel rojo que sólo los conocedores de Susy Díaz podemos reconocer. ¡Y la peluca! ¡Qué peluca, señores! Un liso envidiable (que a muchas les cuesta varias horas en el salón) y un brillo de comercial.

Como podrán imaginar, Celeda no estaba sola. No muy lejos de nosotras se encontraban sus compañeras y tenían nombres tan atractivos como la escarcha de sus ojos: Harmonika, Nebulah, Egocéntrika y la reina, Dorian Kassan. Todas vestían de un modo muy similar, trajes ceñidos, colores impactantes, tacones, y largas pelucas.

Hablamos un poco, bebimos mucho y reímos con la libertad y el escándalo que sólo un lugar como ese podía permitir. Pero las horas pasaban y el momento del show se acercaba. El público aplaudía desenfrenado a aquellas bailarinas, que a diferencia de muchas mujeres, no usaban el maquillaje ni el cuero que cubría sus cuerpos como un modo de ocultar imperfecciones, sino todo lo contrario. En ellas, los trajes no eran disfraces, eran un modo de mostrar sus almas desnudas, de enseñarle al mundo lo que por tanto tiempo se habían visto obligadas a ocultar debajo de ternos y camisas; y es que, al fin y al cabo, si el amor no entiende de momentos y edades, mucho menos sabe de formas.

Claudia Lobatón

1 comentario:

  1. ¡Es una estupenda crónica¡
    Los comentarios quedan para compatir en clase.

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